Cada semana asistimos a nuestras congragaciones por lo menos una vez. Y lo hacemos con la intensión de encontrarnos con nuestro Dios y con nuestros hermanos en la fe. Esta experiencia semanal (que dicho sea de paso, hay otros cultos además del culto principal de nuestra iglesia, y sería de beneficio espiritual que asistiéramos a ellos también), nos da nuevas fuerzas para seguir hacia adelante con las preocupaciones y quehaceres de nuestro diario vivir. Una parte importantísima de la reunión semanal cristiana es la adoración, y esta incluye alabanzas. Los himnos que cantamos son alabanzas a nuestro Dios que elevamos congregacionalmente. Lo hacemos con júbilo y regocijo. Cantamos himnos sobre el poder de Dios, Su amor, bondad y misericordia para con nosotros. También cantamos sobre la bendita esperanza de la pronta venida de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Estas alabanzas nos elevan hasta Su trono de gracia, y enriquecen nuestra comunión con el Omnipotente.
Además de las alabanzas en conjunto, están las que son de carácter especial, es decir, un solista o una agrupación entonan alguna canción cristiana para, como siempre se dice, honra y gloria de Dios. Sin embargo, personalmente, algunas veces, no disfruto las alabanzas especiales por varias razones. No estoy diciendo que Dios acepta o rechaza cual o tal canción, sino, estoy diciendo que, personalmente tengo un dilema con ciertas partes especiales, como comúnmente llamamos a la participación musical de algún individuo o grupo. Puede que tú también hayas notado las razones que voy a exponer a continuación.
Muchas veces, los encargados del audio colocan el volumen de la pista musical extremadamente alto. Es notable que algunas pistas tienen una buena dosis de batería o saxofón, lo que al combinarse con el volumen de las bocinas, estratégicamente colocadas en el templo, hace que la música retumbe dentro del santuario. Algunas personas cuando están muy cerca de estas bocinas hacen ciertos gestos de descontento por el ruido. Este volumen tan alto hace que los cantantes griten lo suficiente como para ellos mismos poderse escuchar, especialmente en las iglesias donde no hay monitores dirigidos hacia ellos. Esta práctica es ampliamente practicada por muchas iglesias de diferentes denominaciones. Es tan así, que los mismos cantantes se han acostumbrado a la bulla. Es por esto que, cuando ellos entienden que la música no está lo suficientemente alta (ruidosa), ellos se la pasan toda la canción haciéndole señas a los sonidistas para que le suban al volumen. Esto causa distracción a la congregación.
Otra cosa que me llama la atención durante una parte especial es la manera del cantante elevar su alabanza. He notado que a veces los cantantes cristianos son muy expresivos a la hora de cantar. Tan expresivos que pareciera que deja de ser una alabanza al Altísimo, y pasa a ser parte de un show o una muestra de exhibicionismo. Sin mencionar la forma en que algunos se mueven, y ¿por qué no? Hasta bailan en el pulpito de la iglesia. Debo añadir a esto también los constantes gorjeos, es decir, los cambios de tono rápido, ascendente y descendente, y los quiebros de la voz hechos con la garganta. Todo esto sirve para mostrar que tan bien o que tan profesionalmente se puede cantar. De más está decir que eso mismo es lo que hacen los cantantes mundanos.
Por último, algo que también no me permite, personalmente, disfrutar ciertas alabanzas especiales durante la programación de la iglesia, es el sentimentalismo mostrado por ciertos cantantes. Hay ciertas canciones románticas “cristianas” que hablan de “enamoramiento de Jesús”, que dificultan seguirle el hilo a las letras de la canción haciendo referencia al Hijo de Dios.
En fin, estos tres puntos, brevemente tratados, me han causado dilema en mi experiencia de adoración y alabanza cristiana, más de una vez en más de una iglesia. Esto sin mencionar ciertas músicas que son traídas a la iglesia no aptas para cristianos, como también ciertos estilos de vestimenta utilizados por los cantantes, entre otras cosas. No es mi función erigirme en juez, ni es esa la función de nadie. Solo Dios sabe qué acepta y qué no acepta en nuestra adoración eclesial. Pero, definitivamente es un hecho bíblico que Dios se toma la libertad de aceptar o no nuestras ofrendas y alabanzas. Esto lo vemos en la historia de Caín y Abel. Dios aceptó la ofrenda de uno, pero rechazó la ofrenda del otro. En el caso de Nadab y Abiú, hijos del sacerdote Aarón, Dios rechazó el fuego extraño, es decir, fuego que no pertenecía dentro del templo, que ellos ofrecieron.
Yo no puedo, ni debo tomarme la prerrogativa divina de acabar, en el mismo momento, con la ofrenda de alabanza ofrecida a Dios (que yo entienda no es de Su agrado), como lo han hecho algunos que han desconectado las bocinas o bajado el interruptor de la corriente para que se acabe el bullicio. Eso en vez de vindicar a Dios, como han entendido quienes han hecho algo así, solo trae malas críticas y problemas dentro de las mismas iglesias. Dios tiene el control de Su iglesia, y si Él permite ciertas cosas hoy, Él sabrá el por qué. Como adorador que quiere encontrarse con su Dios cada semana, yo no debo causar un mal, queriendo supuestamente evitar otro.
Si tú que estás leyendo esto tienes la oportunidad de alabar a Dios mediante el canto, hazlo con toda mansedumbre y humildad. Recuerda que cualquier cosa que hagamos debemos hacerla para la gloria de Dios, no la nuestra. Constantemente debemos reconocer nuestra insignificancia delante de un Dios justo y santo. Si Dios te dio el talento del canto, úsalo, pero de la manera que a Él le place, y no como dicta el estilo del mundo. Si tú querido lector, eres encargado del audio en tu iglesia, haz todo lo que esté a tu alcance para que la música especial no llegue a ser mero ruido. A todos los demás que ocupamos un lugar en un banco de la iglesia, aprendamos a mantener nuestra comunión con Dios personalmente, y obviar aquello que entendemos no es lo que Dios quiere, pero que se hace durante el culto de adoración de nuestras iglesias. Nada ni nadie debe distraernos durante ese encuentro semanal que tenemos con nuestro Hacedor.