Una mañana, mientras Jesús enseñaba a la multitud congregada en el templo, una turba de escribas y fariseos trajeron delante de Él a una joven con una acusación muy embarazosa. Esta historia la encontramos en el libro de Juan capítulo 8. La chica había sido sorprendida en el mismo acto del adulterio. ¿Cómo fueron ellos capaces de sorprender a la mujer infraganti? No lo sabemos. Por el contexto vemos que era temprano en la mañana, así que de alguna forma, ellos se las arreglaron para encontrarla durante la noche quizás. Tales casos eran condenados en la ley de Moisés. Esta dictaminaba la pena de muerte a las adulteras casadas, pero no especificaba como debía ejecutarse la sentencia. Según el Mishná (conjunto de leyes compiladas que consolida la tradición oral judía desarrollada durante siglos), a una adultera casada se la mataba por estrangulación. Horrible forma de morir. Pero, si la adultera era soltera y comprometida para casarse, entonces la pena dictada era apedreamiento o lapidación. Esto implicaba una dolorosa y lenta muerte, puesto que el ser humano puede aguantar bastante dolor antes de perder el conocimiento.
Un caso tal debía ser llevado ante los tribunales competentes. No había necesidad de hacer una exhibición pública ante las multitudes que se encontraban en el templo para adorar. Sin embargo, el propósito de estos celosos hombres no era tanto condenar a la pecadora, sino más bien poner en conflicto las enseñanzas de Cristo con las enseñanzas de Moisés, quien para ellos era el fundador de la patria, y por cuyas reglas dirigían todos los asuntos de la nación. Era el plan perfecto. Si Jesús iba en contra de lo dicho por el prócer y dictaminaba el perdón de la mujer, era de condenar, pues echaba de lado la ley nacional. De igual forma, si aprobaba la ejecución de la pecadora podrían acusarlo de usurpar la autoridad de Roma, imperio que gobernaba sobre la nación de Israel para aquel tiempo.
Ante semejante situación Jesús, como en otras ocasiones, conociendo las intensiones de ellos, no fue presuroso a contestar, sino que se inclinó y comenzó a escribir sobre el polvo que se hallaba en el piso del templo. De acuerdo con la tradición, Él comenzó a escribir los pecados de los acusadores de la adultera. No hay forma de saber exactamente que pecados escribió, pero especulemos que trazó con su dedo las palabras: envidia, orgullo, lascivia, hipocresía, altivez, celos. Ante la aparente indiferencia del maestro de Nazaret, los escribas y fariseos continuaban exigiéndole una respuesta para este caso. Con semejante insistencia, Jesús incorporándose les contestó:
“El que de vosotros esté sin pecado sea el primero en arrojar la piedra contra ella.”
Dicho esto, volvió a agacharse y continuó escribiendo. Luego de un momento, uno por uno, los acusadores comenzaron a retirarse. Pero no se retiraron solo porque si, sino porque sus conciencias los acusaban. Los pecados escritos en el suelo, eran los pecados practicados por ellos mismos, aunque nadie lo sabía. Prefirieron marcharse y dejar en paz a la mujer antes que ser expuestos de la misma forma en que la habían expuesto a ella. Si bien es cierto que el pecado de la mujer fue uno visible y vergonzoso, no es menos cierto que los pecados internos cometidos por ellos eran igual de condenables.
Muchas veces nosotros actuamos como estos hombres. En nuestras iglesias, condenamos a aquellos que vienen vestidos de x manera, o a aquellos que escuchan cierta música dentro y fuera de la iglesia, o a aquellos que no llevan los requerimientos de nuestra denominación al pie de la letra como nosotros entendemos deberían llevarlos. Como los fariseos, pensamos que somos más santos que los demás porque nuestros pecados no son externos. Esto no lo hacemos públicamente como lo hicieron ellos, sino que lo hacemos disimuladamente, hablando con los que tenemos afinidad de pensamiento, o simplemente en nuestra mente sin que nadie se dé cuenta. Aunque se ha dado el caso de personas que, sin ningún reparo, han ido a condenar abierta y directamente a alguien en algún momento del servicio. Actitudes como esa han sido el motivo por el cual muchas personas se han apartado de los caminos de Dios para nunca volver. Sin embargo, para Dios el pecado es pecado, aun si se lleva a cabo solo en la mente. Cristo dijo:
“Yo os digo, que todo el que mire una mujer para codiciarla, ya adultero con ella en su corazón.” Mateo 5:28.
Es muy probable que los hombres que trajeron a la adultera delante de Cristo, fueran culpables del mismo pecado con que la acusaban a ella. Es bueno que recordemos que así como los adúlteros no heredaran el reino de Dios, tampoco lo harán los mentirosos, ni los chismosos, ni los aduladores, por poner algunos ejemplos.
La actitud de Cristo hacia la mujer, de ninguna manera estableció un principio a seguir por nosotros, puesto que es imposible encontrar a alguien con impecabilidad absoluta en medio nuestro para que condene lo que está mal. Lo que Jesús quiso demostrar es el hecho de que no debemos hacernos a nosotros mismos jueces sobre los demás y condenarlos, puesto que nosotros también tenemos pecados dignos de la misma condenación. Así como Dios aborrece el adulterio, la fornicación, las malas prácticas religiosas, de la misma manera Él aborrece el juicio farisaico, el creerse mejor o más “santo” que los demás por hacer o no hacer ciertas cosas que los demás no hacen o hacen. La actitud de Cristo tampoco da permisividad hacia los practicantes impenitentes del pecado, porque vemos que cuando todos y cada uno de los acusadores de la adultera se habían ido, Él le dijo a ella: “Vete y no peques más.” Es el plan de Dios ayudarnos a romper con el pecado, a deshacernos de él de nuestras vidas, pero mostrándonos Su misericordia si caemos. Si no hubiera sido por la compasión redentora de Jesús, no es de dudar que esa chica nunca más hubiera puesto un pie dentro del templo. Al final, Cristo perdonó a la mujer, pero le encargó apartarse del pecado. Los pecados de sus acusadores escritos sobre el piso del templo fueron borrados por las pisadas de los caminantes o por el viento moviendo el polvo. Eso mismo es lo que Dios anhela realizar en nuestras vidas. Él quiere perdonarnos, ayudarnos a alejarnos del pecado, borrar nuestros pecados y olvidarlos.
Nuestra actitud farisaica hacia los demás en la iglesia, o inclusive fuera de ella, debemos abandonarla. Así como Cristo conocía las intensiones del corazón de aquellos hombres, de la misma manera hoy, Él conoce las intensiones y los motivos internos de cada quien. Él sabe quien hace lo que hace por ignorancia o porque no está dispuesto hacer lo que Él manda. Todo el juicio corresponde a Dios. En vez de juzgar, ¿Por qué no orar por la persona que entendemos está en pecado? Ya es hora que dejemos de arrojar la primera piedra constantemente.
Foto tomada de: despertando.me