¿Podemos Decidir Morir?

No recuerdo la última vez que fui al médico, pero a insistencia de mi esposa, esta semana decidí hacerme un chequeo general. Probablemente hacía unos cinco años que no pisaba un consultorio. Antes de ver al doctor, la enfermera me hizo un sinnúmero de preguntas. ¿Sufre Ud. de diabetes? ¿Padece de presión arterial alta? ¿Alguna vez lo han operado? Luego, continúo con el chequeo de la presión y del pulso, así como el chequeo de mi estatura y peso. Más adelante, el doctor me indicó placas de tórax, un electrocardiograma, y análisis de sangre y orina. Gracias a Dios, y a un estilo de vida lo más cercano a Su plan posible, estoy saludable. 

No padecer de ninguna enfermedad ni condición física es una bendición. No tomar pastillas de ningún tipo, ni tener que llevar cierto tratamiento de alguna índole hace que la vida sea placentera. Realmente la salud no tiene precio. Permíteme aclarar que con esto no quiero decir que no hay lugar para la medicina, porque sí lo hay. Pero, qué bueno es cuando la medicina se queda solo en los estantes de la farmacia, y no llega hasta encima de mi refrigerador.

Antes de salir del consultorio médico, una de las chicas me hizo llegar un formulario para que lo firmara. En él se preguntaba que si alguna vez, por alguna razón, yo terminaba clínicamente muerto, si quería que me desconectaran de los aparatos y me dejaran morir, o si prefería que me dejaran conectado a ellos indefinidamente. Luego de pensarlo un poco, decidí no tomar esa decisión, valga la redundancia. Preferí dejarlo para que, dada una situación así, fuera mi esposa y/o padres quienes decidieran si se me desenchufaban o no. 

La chica insistió en que solo había dos opciones, sí o no. Le respondí que debía haber una tercera opción, y esta debería ser que fuera la familia que decidiera, dependiendo de la situación. Y esto, pienso, por las siguientes razones. Digamos que decido hoy que, si en un futuro me declaran clínicamente muerto, me dejen conectado a los aparatos indefinidamente. Eso causaría sufrimiento a mi familia, quienes me verían sobre una cama inconsciente, por quien sabe cuánto tiempo, y no podrían hacer nada al respecto. Del otro lado, si escojo que me desconecten, llegado un momento así, si mi esposa, padres o hijos, tuvieran todavía esperanza en que yo pudiera volver en sí, eso no les serviría de nada, puesto que me desconectarían, quiéranlo ellos o no. Los doctores halarían el enchufe, porque así lo decidí previamente.

Al final, la chica de la clínica tachó todo el formulario con un marcador, y escribió debajo del último párrafo: El paciente se rehúsa a firmar. Solo entonces firmé. Con esta anécdota quiero ilustrar lo siguiente. En el día de hoy, casi a diario es común escuchar que personas se han quitado la vida. El suicidio está presente en casi todas las emisiones de noticias. Inclusive, en algunos países esto va en aumento. Las personas deciden acabar con sus vidas por diferentes razones. A veces la depresión es la causante. Otras veces es la vergüenza de un acto horrendo cometido. Y otras veces es solo el impulso del momento. 

A parte del suicidio, en la actualidad, la eutanasia está ganando popularidad en ciertos países. Ella no es más que un procedimiento médico que ayuda a morir a una persona que no quiere seguir viviendo por la razón que sea. Tanto en el suicidio como en la eutanasia, son las mismas personas las que deciden poner fin a sus vidas. Ahora bien, creo que ninguno de nosotros tiene la potestad de decidir si vive o muere. Como cristiano diría que la vida es de Dios, y solo Él puede decidir cuándo nos llega la hora de devolvérsela. En la biblia encontramos que Job, un patriarca fiel a Dios, cuando habían muerto sus diez hijos dijo lo siguiente:

   “Jehová dio y Jehová quitó, sea el nombre de Jehová bendito.” Job 1:21

Pero fuera del cristianismo, poniendo a Dios de lado, la vida misma nos indica que no es nuestra decisión conservarla o no. Nosotros no escogimos vivir. No tuvimos nada que decir a la hora de venir a la existencia. De hecho, como presenté en un artículo anterior, nuestra probabilidad de existencia no llega a cero. Sin embargo, aquí estamos. Vivimos. No vivimos porque escogemos hacerlo, sino que vivimos porque tenemos vida. Nuestros corazones laten sin parar, y eso es involuntario a nosotros. No podemos escoger que se detengan ni siquiera por un minuto. Eso escapa a nuestras capacidades de elección. Estamos vivos porque sí. 

Aun si decidiéramos dejar de respirar (acción de vida que sí está bajo nuestro control), no podríamos morir, porque nuestro instinto nos haría volver a hacerlo tan pronto nos falte el aire unos segundos. Estamos programados para vivir, punto. Nadie en su sano juicio quiere morir. Cuando llega la muerte, en la vejez, la aceptamos porque sabemos que no hay más remedio. Pero de ser nuestra decisión, quisiéramos seguir viviendo. Aun cuando se dice que una persona está clínicamente muerta, la persona sigue estando viva. Todos los aparatos que le conectan a dicha persona ayudan a mantener esa vida dentro de ese cuerpo. Si tomáramos todos esos aparatos, y los colocáramos en una persona fallecida, eso no serviría de nada, porque los aparatos no pueden dar vida a un cuerpo muerto. 

El misterio de la vida escapa a la ciencia. Nadie sabe que es la vida, ni de dónde o cómo surge.

Una vez se me llamó para que fuera al hospital a orar por una señora, a quien sus hijos iban a desconectar para que muriera. Los hijos no veían otra solución para poner fin al sufrimiento de su madre. Ella tenía un padecimiento severo en sus pulmones por causa del cigarrillo. Ya había estado en coma por un tiempo. 

Cuando mi esposa y yo llegamos a la habitación,  notamos como la señora estaba llena de cables por doquier. Varios tubos entraban por su boca. Los sonidos de los aparatos médicos dominaban el ambiente. El típico bip…bip…bip del latido de su corazón resonaba en todo el cuarto. Hijos resignados, tristes, y llorosos estaban presentes. Un cuadro deprimente en realidad. Quien me invitó me preguntó si había llevado el aceite de olivas para ungir a la moribunda antes de desconectarla. Sin embargo, esa parte no se me había comentado, así que reaccioné sorprendido. 

Como no había aceite para la unción, solo oré por la señora, poniéndola en las manos de Dios. También oré por sus hijos y demás familiares presentes. Luego de un ratico mi esposa y yo nos retiramos. Varias semanas después, pregunté por aquella familia. Quería saber cómo seguían el curso de su dolor y resignación de haber perdido a su madre. Pero para mi sorpresa, la respuesta que recibí fue que la señora había vuelto en sí. Aquella noche decidieron no desconectarla porque no se había ungido. Y de aquel lecho de muerte, la señora se levantó. Sus hijos tomaron la decisión que creyeron correcta, aunque resultaron equivocados. Casos así hay muchos.

En conclusión, pienso que la decisión de morir no nos pertenece. Solo Dios puede disponer de nuestras vidas, y esto no necesariamente en un hospital o en la vejez. ¿Cuántos no mueren a diario en accidentes de tránsito o en ataques terroristas? Lo que sí podemos decidir hoy, es poner la vida que Dios nos ha dado en Sus manos, y que cuando Él entienda es momento de entregársela, nos prepare para eso, sea de la manera que sea. Personalmente, si me tocara quedar en coma, dejo mi vida en manos de mi familia, quienes, estoy seguro, la dejarán en manos de Dios. 

Como cristiano, pongo mi esperanza en que esta vida presente que tengo no es la vida que Dios quiere que disfrute, sino la vida eterna que ha prometido darme un día no muy lejano cuando Cristo regrese. Esa vida sí quiero vivirla. ¿Quisieras tú?