Cuando yo era adolescente solía visitar, junto con mi mamá, a una viejita llamada Nené, quien vivía sola en una comunidad rural. Esta señora vivía en una casita muy pobre. Mi mamá le daba estudios bíblicos y yo la acompañaba. Cada vez que la visitábamos, la viejecita muy gustosa aceptaba el evangelio. Mi mamá, de vez en cuando, le enviaba comida conmigo. Yo, como muchacho al fin, iba muy contento, en mi bicicleta, a lo largo de la carretera hasta su casita. La señora nunca pudo venir a la iglesia por la condición de salud en la que se encontraba. Sin embargo, ella siempre estaba encantada de que fuéramos a visitarla. A ella le fascinaba pasar un rato con Verona y Veroniquito (mi mamá se llama Verónica).
Lo que me llamaba la atención sobre Nené es lo que ella hacía, o mejor dicho, lo que no hacía a la hora de orar para terminar los estudios. Mi mamá siempre le pedía que repitiera la oración después de ella. La viejecita repetía fielmente cada palabra que mi mamá decía, excepto cuando mi mamá decía lo siguiente: -Señor, acompaña a los hijos de Nené.- En esta parte Nené se quedaba callada. Mi mamá volvía a repetir lo mismo, y Nené respondía con un fuerte -Hmmm!- Ella no podía, ni quería pedir por sus hijos. Tenía tanto resentimiento acumulado a lo largo de años de abandono de parte de ellos, que no concebía la idea de que Dios los acompañara. Cuando mi mamá le preguntaba por qué no quería orar por sus hijos, ella solo contestaba: -Ud. porque no sabe.- No recuerdo si alguna vez ella logró pedir por sus hijos, pero sí recuerdo su amargura que sentía hacia ellos. Ella murió hace bastante tiempo ya. ¿Habrá perdonado a sus hijos? No sé, pero sí sé que Dios nos pide a nosotros que perdonemos a aquellos que nos hacen daño, sin importar cuán grande haya sido el mal hecho. La biblia lo presenta muy claramente. En Mateo 6:12, Jesús nos enseñó a orar diciendo:
“Perdónanos nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden.”
El mismo Hijo de Dios, en Lucas 23:34, cuando estaba siendo crucificado pidió a su Padre el perdón de aquellos que le estaban haciendo mal. En las Escrituras una y otra vez somos llamados a perdonar a aquellos que han cometido alguna falta para con nosotros. Sin embargo, hay que reconocer que esto no siempre es fácil. El caso de Nené es un claro ejemplo. ¿Cómo podemos deshacernos de esa amargura y resentimiento que pudiéramos sentir hacia alguien? ¿Cómo podemos perdonar genuinamente?
Lo primero que tenemos que hacer es reconocer que tenemos resentimiento. Esto no es más que ese profundo y doloroso enojo que sentimos por alguna ofensa que alguien nos ha hecho en el pasado. A veces pensamos que ese sentimiento es justificable y por eso nos aferramos a él por muchos años. Nos proponemos nunca olvidarlo. Con el tiempo, el resentimiento se convierte en amargura, y esta la transmitimos a todos los que nos rodean. Todo el mundo puede darse cuenta cuando estamos amargados, pero no nosotros. Nosotros nos sentimos “perfectamente bien”. Esto, aunque parezca difícil de creer, nos afecta en nuestra salud física. El resentimiento y la amargura pueden producir ulceras, hipertensión arterial, entre otras enfermedades. Si estos malos sentimientos pueden causarnos estas reacciones en nuestro cuerpo, ¿Qué no pudieran causar a nuestra mente? Esta comprobado que ellos causan depresión, una enfermedad que puede, inclusive, llevar a la persona a terminar con su propia vida.
Otra pregunta a contestar es: ¿Por qué aferrarnos a algo que nos hará daño solo a nosotros mismos? Las personas hacia las cuales sentimos resentimiento o amargura, usualmente, están ajenas a lo que nosotros tenemos dentro. A menudo, no son consientes de estos malos sentimientos que guardamos dentro de nosotros. Y si de paso ellas están al tanto, les importa muy poco. Es decir, ultimadamente los únicos afectados somos nosotros, nadie más. Entonces, ¿Por qué hacernos este gran daño? El consejo bíblico para evitar esto es perdonar.
El perdón no significa que pasemos por alto lo que nos han hecho y que pretendamos fingir que nunca ocurrió. El perdón consiste en que a pesar de lo que nos han hecho, escogemos olvidar lo ocurrido, y amar a la persona que nos ofendió, como si nunca nos hubiera herido. No importa que razonemos de mil maneras que la persona que nos hirió no merece nuestro perdón. Somos llamados a perdonar de la misma manera en que somos perdonados. No es fácil perdonar, eso es cien por ciento cierto, pero somos llamados a hacerlo. El apóstol Pablo escribió:
“Antes sed benignos unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, como Dios también os perdonó a vosotros en Cristo.” Efesios 4:32
“Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia. Soportándoos unos a otros, y perdonándoos unos a otros si alguno tuviera queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros.” Colosenses 3:13
El escritor y psicólogo Walter Riso escribió: “Perdonar es no odiar, es extinguir el rencor y los deseos de venganza. Es negarse a que el resentimiento siga echando raíces y no haga daño. Perdonar es un regalo que nos hacemos a nosotros mismos y a los demás, abriendo el camino de la comunicación y la transparencia. Perdonar es liberarse y crear bienestar para uno mismo y para quienes nos rodean.”
Me gusta la parte donde él habla de extinguir los deseos de venganza. Porque a veces, como cristianos decimos que hemos perdonado, pero nos aferramos al versículo hallado en Romanos 12:19 que dice: “Mía es la venganza, dice el Señor.” Supuestamente hemos perdonado, pero vivimos esperando que Dios le dé su merecido a quien nos ofendió. Eso no es perdonar. Como dice la cita más arriba, perdonar es no permitir que el resentimiento continúe echando raíces.
Si tenemos algún tipo de resentimiento en nuestros corazones, o algún tipo de amargura, hoy es un buen día para pedirle a Dios que nos ayude a deshacernos de eso. Que nos libre de esos malos sentimientos, y que nos de Su paz que sobrepasa todo entendimiento.